martes, 7 de junio de 2011

El problema autoral de La Celestina

Permítaseme un pequeñísimo acto de arrogancia, producto del estupor, o del escepticismo crítico: se ha dicho que el Acto Primero de La Celestina no fue redactado por Fernando de Rojas, o sí lo fue, cuestión que no se ha resuelto de manera concluyente... ¿Qué majadería es ésta? (disculpas anticipadas por mi diletantismo)

Un breve apunte marginal, entre paréntesis: en el filme documental El hombre que desplegó mil corazones (Daniel Resines, 2008) se rescata la figura de Paco Torrent Guasp (1931-2005), un médico de Denia que por su cuenta y riesgo, diseccionó cientos de corazones para estudiar de primera mano su estructura muscular. Así, fuera del ámbito académico, marginado de facto por la élite científica, en 1973 describió, por primera vez en la historia, la morfología del corazón y su estructura helicoidal. [1] Este hallazgo ha sido descrito por algunos como una revolución de la Cardiología clínica, y un verdadero avance que reescribe los tratados médicos anteriores a su contribución.

En el documental citado, algunos colegas de Torrent Guasp reconocen que quienes se adscriben a la élite científica, con todo el aparato protocolario que suponen las reglas gremiales, y cargando con una tradición de siglos que pesa como un lastre, muchas veces niegan lo evidente, o miran en otra dirección cuando se propone una determinada novedad, que rompe la convención vigente. Así, quienes permanecen por fuera de los límites estrictos y acomodaticios de la norma académica pura, mantienen viva la curiosidad, alimentan el espíritu crítico que debiera ser el combustible del auténtico científico. Sólo de esta forma, el doctor Paco Torrent Guasp se atrevió a contradecir la explicatura que describía el corazón humano de forma insatisfactoria, con evidentes lagunas y "puntos ciegos".

Esta pequeña divagación, o acotación inserta con calzador, me servirá -además de para sembrar esta pequeña compositio de corazones humanos- para ilustrar una idea: que muchas veces, los árboles no nos dejan ver el bosque. ¿Cómo es posible, me pregunto yo, que cinco siglos después de La Celestina, los expertos no hayan llegado a una conclusión con respecto a su autoría? Más concretamente, por qué diantres no pueden establecer si el famoso Acto Primero es o no es producto de la misma pluma que la obra restante. Me sobrecoge un monumental descreimiento.

Para el estudiante ajeno a las investigaciones más punteras, o el común lector, que aplica criterios mundanos al paladar para sojuzgar una obra literaria, tal afirmación le resulta hueca y redundante. Si yo tengo un texto, y otro texto, y los contrasto entre sí, ya puedo aventurarme a enumerar los parecidos y diferencias entre ambos. Cuánto más un estudioso serio, con herramientas de trabajo producto de una formación estricta.

Decir que no se ha concluido si el Acto Primero de La Celestina y los quince actos que le sucedieron son del mismo autor, equivale a negar la mayor: es como decir que no sabemos si La Ilíada y La Odisea son del mismo poeta; que Cide Hamete Benengeli pudo haber escrito El Quijote; que Christopher Marlowe y William Shakespeare son autores intercambiables; que Fernando Pessoa y su heterónimo Bernardo Soares fueron personalidades distintas; que un sólo Alejandro Dumas acometió la escritura de todas las novelas de D´Artagnan; que son del doctor Watson las crónicas de su amigo Holmes; que existió Sherezade; incluso, que los cuatro evangelios pudieran ser menos, o pudieran ser más.



Si después de cinco siglos y miles de tesis doctorales sobre Fernando de Rojas, todavía no sabemos distinguir su estilo de cualquier otro estilo, es que no sabemos nada, como Sócrates. Con la diferencia de que aquél lo reconocía, en el famoso axioma.

La versión de Fernando de Rojas -que encontró el Acto Primero inconcluso, y que éste le inspiró la continuación del tema- ha de entenderse como un juego metaliterario. ¿Por qué no habíamos de pensar así? ¿Se diferencian los estilos? Un escritor no es un copista, es un creador. Y es bien capaz de falsificar su propio estilo, de tal manera que sus personajes hablen con voz propia y diferenciada. No se pronuncian igualmente las voces del melancólico Calisto y de la vieja alcahueta. Si aceptamos tal premisa, cuesta poco creer que un escritor sea capaz de simular unos rasgos estilísticos para desplegar su trama. Por ejemplo, al ralentizar o acelerar el ritmo de los acontecimientos: que un primer acto sirva para sentar las bases del drama, no implica que haya de marcar las reglas del juego para el resto de la obra. De hecho, el juego se bifurca y amplía sus ramificaciones, diseminándose fuera del texto como una bomba de racimo que martillea en los márgenes del papel.

Quizás uno de los grandes aciertos de La Celestina es el argumento en sí, tan manido y archiconocido que funciona desde su planteamiento: el mal de amores o el enamoramiento fatal, abocado al desastre. Es el esquema del drama clásico por antonomasia, transformado con el paso del tiempo para descender a nivel de calle. Los héroes antiguos, cuyas pasiones irracionales les ponían en confrontación con sus dioses y la propia Naturaleza, evolucionan a la manera italiana, convirtiéndose en jovencitos levantiscos, empecinados y volátiles. La tensión dramática, el tema que subyace, es el mismo: el quebrantamiento de un orden superior a sus protagonistas, que les es adverso y con el que no se conforman. Ahora bien, el mecanismo del drama, como una ecuación matemática, no se puede alterar porque es una prerrogativa: toda revuelta termina en la hecatombe. Cuando la pasión sensual se agota, la revolución se invierte, las emociones se fagocitan y acaban exterminando a sus promotores. Esto es lo que ocurre con los eternos amantes de Verona, y es el único final posible, que al lector-espectador le cabe vaticinar.



Otro apunte marginal, para hacer una floritura más y adornar esta composición a la manera italiana: el amor más apasionado y visceral que yo pueda relatar en primera persona, da comienzo con dos jóvenes que acuden juntos a ver una representación de Tristán e Isolda de Ricardo Wagner, en un teatro alemán de Ópera. Siete meses después, concluye con los dos mismos jovencitos yendo al cine para ver Public Enemies, la película de Michael Mann. O dicho de otro modo: "Arranque de caballo, parada de burro".

¡La historia de Calisto y Melibea pudo pasarle a cualquiera! O bien, nos ha sucedido a todos.

Eso quiere decirnos Fernando de Rojas en su Celestina, cuando inventa -esta es mi apuesta personal- que halla el Acto Primero de autor anónimo, y juzga conveniente su continuación. No en vano, don Fernando de Rojas es toledano, nacido en La Puebla de Montalbán, y llegó a ser Alcalde Mayor de Talavera de la Reina. ¿No nos sugiere nada, nada en absoluto, que se hiciera en Toledo la más ingente traducción de textos del árabe, al hebreo, al latín? ¿Qué nos quiere decir Cervantes cuando inventa -esto sí que parece ser una convención bien asentada- que se encuentra el manuscrito de El Quijote en un zoco de Toledo?

Acaso Toledo fuera el nexo, donde confluye la encrucijada de caminos. Es la edición de Toledo de 1562 la que añade un acto más. Es en Toledo actualmente, donde un coleccionista particular conserva el único ejemplar superviviente de la edición zaragozana de 1507. Y es la edición toledana del 1500 la que se disputa con la de Burgos el rango de ser la edición príncipe del libro. Sólo en Toledo, podría darse una engañifa de tal calibre. Una ciudad laberíntica y recoveca, amurallada al exterior y angulosa en su interior, es la cuna de La Celestina. Basta con pasearse por el barrio de juderías, o investigar las misteriosas casas de tipo árabe, para echar en falta un hilo de Ariadne, que nos rescate del periplo incierto.

El argumento de La Celestina es bien facil de resumir. Un mozalbete siente los padecimientos de un amor no correspondido, y acude, mal aconsejado por su sirviente, a la famosísima alcahueta. La célebre Celestina enreda, o hechiza, al objeto de su amor. Así, la Melibea virginal -añádanse todos los atributos típicos, que incluyen precaución, soberbia y ceguera propias de la edad- se deja convencer rápidamente del engaño, no sabemos si poseída de un influjo perverso, o símplemente halagada por el nuevo interés romántico. A espaldas suyas, mientras nuestros jóvenes flirtean y se enroscan, los criados y truhanes hacen del enredo una confabulación atroz, que acaba en asesinatos, accidentes y traiciones rufianescas.

Como los amantes de Teruel, nuestros protagonistas terminan haciendo una anti-elegía del amor, o un canto al amor mal entendido, fracasando sus proyectos y desperdiciando sus vidas. Sólo Melibea parece recobrar la donosura cuando escoge su final apoteósico, y tiene que venir su propio padre a lamentarse luego del sinsentido de las cosas. Sinsentido que cobra una lógica esencial, si sopesamos bien los detonantes, los componentes de la ecuación, y medimos en la báscula las cantidades de culpa, vanidad y desdoro que fluctúan entre todos los personajes.

Hay quien dijo que, en esta obra, los malvados reciben su justo merecido -como suele decirse, el crimen siempre paga- pero ¿qué hay de los hombres buenos? ¡Si en La Celestina muere hasta el apuntador!

¿Acaso hay hombres buenos en el libro? ¿Podemos disculpar a los protagonistas por su inconsciencia, fruto de la inexperiencia? No, ninguno de ellos es tan beatífico, todos pecan de algún modo. Así, la moral retributiva siempre queda satisfecha. El crimen paga, sí, y en La Celestina son todos criminales. En primer lugar (ACTO I) quién se cree Calisto, para negarse a respetar la virtud de Melibea. Qué clase de amor será éste, que no admite el libre albedrío de su víctima. Por otra parte, qué virtud será la que enarbole nuestra Melibea, que transita del desamor al más tórrido enamoramiento, dando grandes zancadas de un estado a su contrario.

La Celestina adopta un formato nuevo, para relatarnos una fábula moralizante, o una sátira perversa cuyo desenlace sirve como máxima ejemplar. Sustituyan a Cupido, o un amable amorcillo de los que pintara Rafael Sanzio, por una Celestina puta y vieja -así rezaba el título del libro- y tendrán asegurada una Tragicomedia.



DE ROJAS, Fernando. La Celestina. Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea. Edición de Peter Russell. Castalia. Madrid, 1991.

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